Por Jorge A. Rosas
En la antigua Roma, cuando había una reunión y en la puerta de la entrada se colgaba una rosa, los temas tratados eran confidenciales. (sub rosae)
- El feminismo y la victimización de la protesta.
Nací y crecí en un hogar con un sistema matriarcal pero con un enfoque cien por ciento machista.
Mi abuela, fungió como mi madre, y a pesar de que ella llevaba la carga económica y la responsabilidad de mi educación y de la de mi hermana, las connotaciones de la figura paterna siempre marcaron mi pensamiento.
Recuerdo a mi abuela obligarme a aprender a cocinar, planchar, tejer, lavar y hacer quehacer con su clásica frase: “por si te casas con una mujer que no sepa hacer nada y no te atienda” aunque con otras palabras más floridas, como si el rol de la mujer dentro de la familia se circunscribiera a solo esas tareas y los hombres no pudiéramos valernos por sí mismos.
Iniciamos con ese concepto de “incapacidad”, que crecemos normalizando los roles de género que desde siempre nos ha dictado la integración tradicional de las familias.
Así, mi niñez se marcó con la figura de un padre que salía a trabajar y con la firme idea de que en cuanto me casara tendría que repetir ese patrón: ir a trabajar todo el día mientras mi esposa se encargaba de la casa y de la educación de los hijos para seguir con esa creencia heredada que mientas el hombre mantenga la dependencia económica de su familia, la mujer sólo es parte de ese eslabón del primer núcleo social.
Cierto, lo primero que aprendemos los hombres es mantener, a través del dinero, el primer control sobre la mujer, al ser quienes decidimos cuánto se da de gasto o en qué y cuándo se gasta el dinero familiar.
Pero la vida me dio una gran lección en medio de mi ideología cuadrada, en primera me casé con una mujer super independiente, que lo primero que me advirtió es que no sabía cocinar y que no tenía el mínimo interés en aprender, que ella no se quedaría en casa porque para ello estudió muchos años y que trabajaría para construir más rápido un mejor patrimonio familiar.
Al principio fue un terrible choque que por amor, decidí aceptar y luego, pues la vida me regaló dos hermosas hijas, que con mayor razón cambiaron mi perspectiva sobre los “roles” de género.
Hoy lavo trastes en las noches, o plancho y cocino para ellas, por la simple razón que espero que algún día mis hijas normalicen que la figura masculina, por más que trabaje o gane dinero, tiene también responsabilidades en el hogar más allá de ser un cajero automático.
Hoy, más que nunca, quiero un país en donde las mujeres se sientan libres y seguras de caminar por las calles, de no tener que temer, como muchas hoy, cuando sin querer camino atrás de alguna al salir de trabajar, que me volteen a ver con miedo, esperando lo peor, cuando lo único que pasa es que coincidimos en la ruta.
Me avergüenzo de lo que hoy hemos hecho con ellas, y con los miedos normalizados con los que han crecido, y que definitivamente no quiero heredar para mi esposa, mis hijas, sobrinas, familiares o amigas.
La realidad, por más cruda que parezca, nos arroja a la cara cifras sobre feminicidios violaciones y abusos escandalosas y deberían movernos a todos a la acción.
Por eso, el viernes que veía como la marcha de mujeres en diversas partes del país, pero de manera especial en la Ciudad de México se desvirtuó por algunos actos de vandalismo y de violencia no pude más que sentir una doble indignación.
Una por ser una sociedad que condena más los resultados de una marcha, que el origen de la misma, pero también por pertenecer a una generación que opina de todo sin tener al menos claros los mapas conceptuales de la discusión que queremos abordar.
Hablar de feminismo va más allá de la simpleza de usar una “X” en vez de una “a” o una “o”, es generar discusión más allá de feminicidios y de mujeres que deciden no depilarse como protesta, o de si una mujer cumple con nuestro estereotipo de feminista por el simple hecho de no vestirse con tacones y pintarse.
Aplaudo sí, la sororidad de un grupo de mujeres que hoy marchan por los derechos que habrán de heredar mis hijas, como la famosa ley “paridad” que hoy permite que las candidaturas sean un 50 por ciento para ellas.
Aplaudo sí, que mujeres levanten la voz y se hagan notar para sacudirnos de la zona de confort y recordarnos que todos, al menos una vez, hemos sido parte o hemos escuchado a una familiar, amiga o vecina que ha sido víctima de la violación a su integridad por el simple hecho de ser mujer.
No, no es una discusión de “sexos” o de roles, ni de caer en la simplicidad de la “igualdad” de condiciones, sino tener un enfoque de género, que nos permita luchar por “equidad” con justicia y hacer una diferencia social además de biológica.
Aplaudo que más mujeres o hombres se digan feministas, y que hayan surgido movimientos como #Metoo, aunque con el peligro que significa la falta del valor ético y la simplicidad que le damos a las palabras.
Aplaudo esos esfuerzos por alzar la voz para llamar la atención y crear un cambio desde lo sencillo y cotidiano, que a su vez llame la atención y obligue a que el debate se centre en los derechos, las políticas de inclusión y sobre todo en la igualdad y paridad para entender que el concepto de género y la diferenciación entre sexos es una cuestión cultural y no biológica.
Aplaudo sí, a una sociedad que se organiza y es capaz de tomar calles para exigir a las autoridades los resultados a los que tienen derecho, siempre y cuando lo hagan respetando la misma Ley que exigen se cumpla.
De no hacerlo, corren el riesgo de que una lucha legítima quede, como pasó, desvirtuada en la arena de la discusión pública por las formas de exigir ese derecho.
twitter: @Jorge_RosasC