El reloj marcó el mediodía, las personas caminaban a toda prisa y el sol cayendo a plomo. La tranquilidad de la vida cotidiana del teatro Juárez de El Oro, Estado de México es interrumpida por campesinos, amas de casa, estudiantes, docentes y curiosos; se escuchan murmullos preguntando ¿a qué hora es la función?
Hombres y mujeres de mirada serena, piel curtida por los rayos del sol y manos agrietadas se saludan, bromean, toman un lugar bajo la sombra de los árboles en espera de presenciar, algunos por primera vez, una obra de teatro.
Las puertas del edificio se abren, se escuchan indicaciones, los que esperaban se dirigen al recinto; sus miradas se iluminan con el candor que da lo desconocido.
En las bocinas se escucha música transmitiendo paz, tranquilidad y amor por el arte, los visitantes de Atlacomulco, Villa Victoria, Jilotepec, Jiquipilco, Soyaniquilpan, San Felipe del Progreso y Toluca se van acomodando en las butacas; expectantes, deseosos de ver a los artistas en escena.
Los minutos transcurren apresuradamente, la sala se ha llenado. Para matar el tiempo los asistentes dialogan en voz bajita apenas perceptibles, como con miedo a romper la calma del lugar. De las bocinas se escuchan las últimas instrucciones: “apagar o poner en vibrador el celular, no introducir alimentos, no usar flash”.
Y de pronto, el recinto queda sumido en total obscuridad, las cortinas del escenario empiezan a recorrerse, se escucha una voz dando la tercera llamada.
El teatro queda en total silencio, los artistas salen a escena. La obra El Jardín de los Cerezos de Antón Chéjov, ha dado inicio contando la historia de una familia aristocrática rusa que a raíz de una mala administración de sus riquezas enfrenta problemas económicos.
El público maravillado admira el escenario, la elegancia del vestuario; es como si de pronto el tiempo se hubiese detenido. Los presentes pueden ver a través del parlamento expresado, el color púrpura del jardín.
Al concluir el primer acto, los aplausos resuenan, todos saben que han valido la pena las horas de viaje, dejar sus quehaceres cotidianos y trasladarse al pueblo mágico de El Oro, donde por primera vez se ofrece una puesta en escena para el pueblo. Hacia donde se volteé se aprecia una mirada de cordialidad y una sonrisa agradable.
La obra sigue su curso, los artistas del grupo estatal de teatro “Humberto Vidal Mendoza” interpretan de manera magistral sus papeles; son ciudadanos de lucha que sienten, vibran y aman; llevar el arte a los lugares más vulnerables se ha convertido en su mayor inspiración.
De repente se observa, ¡qué maravilla! entre los asistentes hay lágrimas, risas, odio, amor y rencor; el grupo de teatro ha logrado concientizar al público, meterlo en el papel para disfrutar y abrigar cada sentimiento como propio. Ahora es momento de bajar el telón dejando para la posteridad este momento que quedará grabado en la memoria de los pobres de México, ciudadanos antorchistas que se enorgullecen de luchar por mejores condiciones de vida, de presenciar puestas como estas junto con sus familiares y nuevos amigos que conocen en este tipo de eventos.
En el cronógrafo son pasadas las dos de la tarde, el teatro Juárez ha cerrado sus puertas, los artistas se han ido a camerinos, el público regresa a sus hogares, agradecido, complacido, deleitado, enamorado y motivado con ganas de regresar para seguir presenciando espectáculos de calidad como los que ofrece la organización y sobre todo, gratuitos.
Una vez más el Movimiento Antorchista ha demostrado que para formar al hombre nuevo se requieren de pequeñas acciones que los sensibilicen; porque el teatro siempre será uno de los medios para hacer visible lo invisible.