
Por: Agustín Uribe Rodríguez
Si alguna vez ha sentido que al salir de casa necesita sacrificar la suspensión del coche, no está exagerando: los baches se han convertido en una de las formas más visibles —y molestas— en que la administración pública se presenta ante la ciudadanía. En el Estado de México no son una anécdota, son una queja recurrente que golpea la vida diaria: desgasta vehículos, ralentiza el comercio, genera riesgos viales y erosiona la confianza en quienes gobiernan. Y aunque la lluvia acelera su aparición, no la explica por completo: los baches son, antes que nada, un problema de decisiones.
Y esta problemática ha retomado tal importancia, que tanto el Gobierno Federal como el Gobierno del Estado, durante sus respectivos informes, retomaron el tema y anunciaron acciones de solución. Algunos gobiernos municipales han hecho su esfuerzo pero lo hacen de tal manera que el resultado es negativo: lo hacen en horas diurnas, “para que vean que sí trabajamos”, ocasionando grandes congestionamientos viales que hacen perder horas-hombre. Esto se soluciona tan sólo invirtiendo un poco más para hacerlo por las noches, incluso beneficiando al medio ambiente. Como sea, al día siguiente nuestras suspensiones automotoras lo agradeceran.
No es casualidad que legisladores locales hayan planteado que los gobiernos —estatales y municipales— asuman pagos por los daños ocasionados por el mal estado de las vialidades: se trata de reconocer una responsabilidad que la población ya percibe como clara. Cuando un tramo entero de una avenida se convierte en un campo minado, la ciudadanía ve fallas administrativas y exige respuestas concretas, no discursos.
Las encuestas públicas lo confirman: una mayoría abrumadora ubica a los baches entre los principales problemas urbanos. Para la población, el tema deja de ser técnico y se vuelve político: la calidad de las calles es una de las primeras métricas con las que califican a su gobierno. Ese dato debería ocupar los despachos municipales y estatales con urgencia, porque la tolerancia social se agota y la percepción de abandono se traduce en reclamo y desgaste electoral.
Frente a la presión ciudadana han surgido respuestas diversas: desde programas masivos de “bachetón” hasta seguros municipales que ofrecen indemnización por daños a automóviles. En Metepec, por ejemplo, se implementó un seguro para cubrir reparaciones derivadas de choques con baches; es una medida paliativa que reconoce el daño, pero no sustituye una política de fondo: reparar hoy el cristal roto no evita que el techo siga filtrando mañana. El seguro traduce una falla estructural en gasto social, y demuestra que la solución por la vía de la compensación puede volverse costosa y absolutamente insuficiente.
¿Cuál es la responsabilidad de cada nivel de gobierno? La respuesta técnica es simple pero políticamente incómoda: depende de la jurisdicción de la vía (federal, estatal o municipal), del mantenimiento preventivo y de la supervisión de las obras. En la práctica ocurre otra cosa: la fragmentación institucional y la falta de coordinación convierten el mantenimiento en un juego de “no es mi calle, es de otro”. Para los ciudadanos eso no importa: el hoyo sigue ahí. Por eso son útiles iniciativas que permitan reportes ciudadanos directos y trazabilidad de las acciones a traves de nuevas tecnologías. Sin embargo, la denuncia sólo es el primer paso: si no hay recursos, plan técnico y calendario público, las quejas se convertirán en otra estadística.
También es tiempo de reconocer que no todos los arreglos son iguales. Las campañas de bacheo relámpago, lanzadas con bombo y platillo, generan titulares pero pocos resultados duraderos: bachear en temporada de lluvias o sin diagnosticar la falla estructural —base, drenaje, subrasante— equivale a aplicar una curita sobre una herida que exige cirugía. Los especialistas advierten que la verdadera solución pasa por repavimentación adecuada, control de calidad, inversión en drenaje y una programación técnica que priorice obras fuera de temporadas de lluvia.
Entonces, ¿qué medidas concretas deben adoptarse ya? Propongo cinco acciones que combinan responsabilidad, técnica y transparencia:
- Inventario público y jurisdiccional de vialidades: que identifique claramente qué dependencia es responsable de cada tramo y muestre el calendario de atención.
- Plan técnico plurianual de mantenimiento y repavimentación: con metas, costos estimados y ventanas de ejecución fuera de la temporada de lluvias.
- Fondo consolidado para mantenimiento vial (estatal-municipal): que evite la disputa por recursos y priorice tramos críticos para economía y seguridad.
- Supervisión ciudadana y trazabilidad: reportes ciudadanos con seguimiento público (número de folio, responsable, fecha estimada y evidencia fotográfica del trabajo concluido).
- Política de reparación integral ante daños a terceros: mecanismos ágiles de indemnización cuando la autoridad reconoce responsabilidad, pero vinculados a un plan más amplio de solución estructural.
Los baches son, en suma, un indicador: si un gobierno no es capaz de mantener las calles transcurre una señal más profunda sobre su capacidad administrativa. Reparar es posible; exige presupuesto, diagnóstico, coordinación y voluntad política. Mientras los líderes electos prioricen la foto del “bachetón” y no la obra perenne, la ciudadanía seguirá pagando la cuenta con llantas, tiempo y paciencia.
No se trata sólo de tapar hoy el hueco y cambiar el titular. Se trata de transformar el modo en que se gestionan los bienes públicos: con planificación técnica, transparencia y rendición de cuentas. Los baches no son accidentes del destino; son la factura que deja la inercia administrativa. Pagarla con eficacia es una obligación pública. Negarla sólo multiplicará el costo: económico, político y, a veces, humano.