Michoacán entre la dignidad y la guerra del crimen

Por: Agustín Uribe Rodríguez

Primeramente quiero manifestar un profundo pesar por el asesinato del Presidente Municipal de Uruapan, Carlos Manzo; un mexicano, expriísta, exmorenista, candidato y presidente municipal independiente; muchas etiquetas que se le pueden poner pero que ahora nadie toma en cuenta más que una: Presidente Cabrón que no se calló la boca, para defender a Uruapan de la presencia de la delincuencia, representada por los cárteles de los Viagras, Caballeros Templarios, La Familia y el Cártel Jalisco Nueva Generación, más los que se acumulen esta semana.

El asesinato de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, vuelve a colocar a Michoacán en el espejo más oscuro de su historia reciente: el de la violencia política como síntoma de un Estado cercado por el crimen organizado. No se trata de un hecho aislado. Es el reflejo de una guerra que, pese a los años y a los cambios de gobierno (sean del color que sean), no ha cesado; una guerra en la que la ciudadanía ha intentado resistir, organizarse y sobrevivir ante el abandono institucional y el poder de los cárteles.

Desde las primeras guardias comunitarias en Cherán y Ostula, el pueblo michoacano demostró que la defensa de la vida puede nacer desde abajo. Aquellos hombres y mujeres, indígenas en su mayoría, se levantaron contra talamontes y grupos armados que saqueaban sus bosques y comunidades.

Muchos de sus líderes —como don Trinidad de la Cruz “Trino”, asesinado en 2011, o el comandante doctor José Manuel Mireles Valverde, hostigado y finalmente quebrado por un sistema que no soporta la autonomía ciudadana; o a Hipólito Mora, de La Ruana, asesinado en 2023 y su sobrino que continuo su lucha y fue recientemente asesinado hace unos días— encarnaron la dignidad de un pueblo que no quiso rendirse.

Pero la respuesta del Estado fue ambigua: mientras unos gobiernos pactaban con grupos criminales, otros cooptaban o desarmaban a las guardias que incomodaban y no lo digo yo, lo dice la historia de cada personaje. La estrategia de “abrazos, no balazos” del gobierno anterior, sólo acrecentó el número, la presencia y el control que ya tenía, desde décadas atrás, la delincuencia organizada en amplios territorios de nuestro país. Quitar y desterrar ese control conlleva el riesgo de una respuesta violenta.

Hoy, el asesinato de Carlos Manzo —presuntamente a manos del Cártel Jalisco Nueva Generación— ocurre en un momento de recomposición de fuerzas. En las últimas semanas, la detención de varios líderes de ese grupo a nivel nacional habría tocado intereses económicos y territoriales clave. No es casualidad que el mensaje llegue desde Michoacán, una tierra donde el CJNG ha intentado consolidar su dominio frente a remanentes de Los Viagras y otras organizaciones locales. El crimen de un presidente municipal es, también, un desafío abierto al Estado mexicano.

El problema va más allá de la geografía. Michoacán comparte este dolor con estados como Guerrero, Veracruz, Oaxaca o Sonora y por supuesto el Estado de México, donde la lista de presidentes municipales, exalcaldes y regidores asesinados, amenazados y extorsionados se alarga cada año.

La política local se ha vuelto una profesión de alto riesgo: ser autoridad en regiones disputadas equivale, muchas veces, a firmar una sentencia de muerte. Riesgo que crece cuando existen personas como Carlos, como Mireles, como Hipólito Mora que asumen la lucha de manera personal y ponen su vida a disposición.

En este contexto, las diferencias que afloran dentro del propio gobierno federal —como las tensiones entre el Ejército y el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch— resultan alarmantes. El país necesita coordinación, no fracturas. No puede haber estrategia de seguridad sin cohesión entre las instituciones. Cuando las fuerzas del Estado se miran con desconfianza, el crimen encuentra su mejor oportunidad.

Cuando un gobierno decide enfrentar de forma frontal al crimen organizado y al narcotráfico, no solo está tomando una postura firme en favor del Estado de derecho, también se está adentrando en un terreno peligroso, donde las reglas no las dicta la ley, sino la violencia. Donde las presiones no sólo son de afuera sino también de adentro, donde se promueve la inmovilidad, la omisión, la negligencia o, simplemente, el dejar hacer y dejar pasar.

La muerte de Carlos Manzo exige más que luto: demanda una revisión profunda de la estrategia nacional de seguridad; requieren reforzar la inteligencia y la presencia, no sólo en Michoacan ahorita, sino en todos los estados. Se requiere no sólo el cierre de laboratorios y los recorridos de la milicia, sino también la captura de cabezas visibles afuera, pero también ya que se vean las cabezas de adentro que no quieren avanzar en la transformación nacional.

No bastan más patrullajes ni conferencias de prensa. Es necesario reconstruir la confianza en las autoridades locales, proteger a quienes sirven desde los municipios y devolver al pueblo la capacidad de decidir su destino sin miedo. Michoacán no necesita mártires nuevos, sino justicia verdadera y un Estado que, por fin, se ponga del lado de su gente.

Poner orden duele, sí. Cuesta, también. Pero es el único camino para aspirar a un futuro donde los ciudadanos puedan vivir sin miedo y donde la ley tenga más peso que la amenaza.

Poner orden en México es un acto de valentía. Pero esa valentía necesita ser colectiva, respaldada por un Estado sólido y por una ciudadanía que no ceda al miedo. Porque solo entonces, los sacrificios no habrán sido en vano.